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La inocencia de las palabras; una reflexión estival
Eduardo Saez Maldonado. 21.08.23 
Siempre me han gustado los diccionarios. Cuando era joven (allá por el pleistoceno inferior) tenía la costumbre de anotar las palabras con la que me topaba eventualmente en el devenir diario y cuyo significado desconocía con la intención de buscarlas en el diccionario (o la enciclopedia, si el asunto lo requería) una vez en casa. Lo hacía con frecuencia. Es verdad que, con la agilidad de internet y la velocidad de los móviles que llevamos en el bolsillo, los diccionarios ya "no se llevan" y no necesitamos llegar a estos grados de pedantería, pero yo aún tengo en casa incluso el Diccionario Etimológico de Corominas y, lo que es más sorprendente, aún lo consulto de vez en cuando. Con frecuencia, la etimología de las palabras nos proporciona una información adicional que nos da pistas sobre la evolución de su significado y hasta sobre la esencia del mismo. Nos ayuda, no ya sólo a hablar con propiedad, sino incluso a conocernos mejor como sociedad. También conservo con mucho cariño una Biblia que perteneció a un tío mío que era cura, y que está en latín y en griego. No entiendo nada, claro, porque yo soy de ciencias y ninguneaba la asignatura de latín (el griego lamentablemente ni lo tocábamos) que cursábamos en segundo de BUP. Mucho me he arrepentido "a posteriori" de no haberme tomado más en serio el latín e incluso de no haber aprendido algunas nociones básicas de griego clásico, lo que me hubiera sido muy útil dada nuestra esencia cultural grecorromana. Pero hay otras ocasiones, sin embargo, en las que no hay que profundizar tanto en los orígenes etimológicos de algunas palabras para sacar conclusiones claras sobre nosotros mismos a través de su significado y el contexto en que las usamos. Y es que las palabras no son inocentes. Veamos.

Es muy frecuente hablar sobre "recursos". Nos referimos a ellos cuando queremos hablar de algo que nos es necesario y que, de una u otra forma, está a nuestra disposición. Así, el DRAE define el término "recurso" (en su séptima acepción, que es la que me interesa para esta reflexión) como: "Conjunto de elementos disponibles para resolver una necesidad o llevar a cabo una empresa." Incluso las empresas (en su acepción ahora de "compañías") utilizan el término "recursos humanos" (o, más modernamente aún, RRHH) para referirse al "personal" de su plantilla en un significativo eufemismo. Y ahí es donde voy. A los efectos del criterio empresarial, el personal contratado es un recurso (un "elemento disponible para resolver una necesidad") mucho antes que una persona (palabra de la que, obviamente, procede el obsoleto término "personal"). Cada uno en su sitio.

Tampoco es raro que se refieran a nosotros como "consumidores" (a mi padre le gustaba decir: "a mí no me llame usted consumidor"). Lógicamente somos consumidores (de coches, de cine, de alcachofas, de oxígeno) pero definir a una persona por su necesidad, no ya social sino biológica, de consumir, nos sitúa en lo que nuestro sistema socioeconómico capitalista espera de nosotros. Que consumamos. Cada uno en su sitio.

Sin embargo llevamos a cabo otras actividades menos "consumistas" aunque no menos placenteras como leer una novela, charlar con los amigos, pasear por el monte con el perro, contemplar los fondos marinos en los acantilados de Maro u observar con los prismáticos las evocadoras lunas de Júpiter. Aspectos estos por los que quizás deberíamos ser llamados, en lugar de "consumidores", "disfrutadores".

Somos, en definitiva, "consumidores" de "recursos" casi por definición, de acuerdo, pero siempre me ha llamado mucho la atención la utilización específica del término "recurso" en combinación con "Naturaleza". Hablamos así de "recursos naturales" para referirnos a todo lo que obtenemos de la Tierra y que nos permite vivir como vivimos (el agua, los alimentos, los minerales...). Pero a mí, que soy muy suspicaz, el mero hecho de denominarlos "recursos", de restringir su definición a su aspecto utilitarista antropocéntrico, me resulta muy significativo de la manera en que concebimos el mundo: como un gran recurso ("conjunto de elementos disponibles para resolver una necesidad o llevar a cabo una empresa"), como algo que está ahí a nuestra disposición, a nuestro servicio. En este mismo sentido, se utiliza en ecología desde hace ya algunos años el término "servicios ecosistémicos" haciendo referencia a los "servicios" de los que la Naturaleza (los ecosistemas) nos provee espontánea y gratuitamente (depuración de aguas, producción de oxígeno, polinización...) en una manera de intentar encasillar la Naturaleza dentro de nuestro sistema capitalista. A ver si así, aunque sólo sea por la cuenta que nos trae, le damos algún valor.

Así, siguiendo este criterio de sentirnos ajenos a la Naturaleza y tratar de encasillarla en nuestras estrechas miras, hemos esquilmado a lo largo de la historia de Occidente (y seguimos esquilmando en muchos casos) los recursos de los territorios "incultos" que los "civilizados" europeos hemos ido colonizando (América, África, Asia) despreciando el criterio (y los intereses) de los lugareños. Y yendo aún más allá, hemos esquilmado (y alterado, destruido y contaminado) los recursos planetarios (agua, tierras, alimentos...) para ponerlos a nuestra disposición como especie ("Homo sapiens") ignorando al resto de especies, animales y vegetales, que comparten con nosotros este planeta (el único que tenemos) y que tienen el mismo derecho que nosotros a habitarlo (y a disponer, pues, de los recursos). Y hemos llegado ya a un punto de alteración planetaria tan grande que ya no tiene vuelta atrás y que está suponiendo la extinción masiva de especies (quizás incluso la nuestra en un futuro no tan lejano) en un suicida akelarre desarrollista.

Quizás si en lugar de "consumidores" volviéramos a ser personas, y en lugar de "recursos humanos" volviéramos a ser "personal"...

Quizá si en lugar de usar la antropocéntrica expresión "recursos naturales" interiorizáramos la evidencia de que pertenecemos a un sistema global, único y completamente interconectado. Un sistema vivo que no existe para nuestro usufructo sino que somos parte integrante de él, como dicen que afirmó el Jefe de los indios Seattle de Norteamérica en el discurso que pronunció en enero de 1854 ante el Gobernador representante del pueblo invasor y ante la inminencia de su inevitable rendición:

"la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra"

Ahora que se avecinan tiempos duros para la Civilización Occidental con el cambio climático y el calentamiento global, el agotamiento de "recursos", la crisis de biodiversidad, y un colapso en ciernes autoprovocado, recordar una frase tan sencilla pero tan profunda y sensata (y hasta precursora de lo que después hemos teorizado como Gaia) no nos viene mal para pararnos a pensar un poco, antes de que acabe el verano, en el incierto futuro.

Y es que las palabras no son inocentes.

Eduardo Sáez Maldonado


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